domingo, 30 de noviembre de 2025

A veces me imagino a Dios - Cuento


     A veces —solo a veces, cuando la tarde se arruga como un papel viejo— me imagino a Dios personificado en un letrado exhausto, derramado sobre un sillón de cuerina vencida, detrás de un escritorio que parece haber sobrevivido a varias mudanzas, dos incendios y, con suerte, a la última reforma del Código Civil. Su oficina está encajada en un edificio antiguo de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, uno de esos donde el ascensor es tan lento que uno sospecha que sube rezando.

     Dios, en esta versión mía, lleva una camisa beige manchada de café, lentes torcidos y una expresión de funcionario que ha visto demasiados expedientes y pocas epifanías. Cada tanto revisa una carpeta, suspira con gravedad metafísica y anota algo en un papel que inmediatamente pierde bajo otros papeles, que luego se pierden bajo pilas de papeles que ya estaban perdidos desde las primeras semanas del Génesis. Una cadena alimentaria del olvido.

     Tal vez sea por eso que siempre me viene a la cabeza el relato de Poe, "La carta robada". Porque ahí, sobre ese escritorio que amenaza con convertirse en un pequeño continente, entre expedientes que parecen bloques de arcilla sagrada, está —evidentísima, descarada— una carta de renuncia. Sí, la renuncia de Dios. Arrugada, ligeramente amarillenta, firmada con tinta azul y una inicial ilegible, como si al mismísimo Creador le temblara el pulso. No la esconde: simplemente la deja ahí, confiando en el viejo principio burocrático de que nada llama menos la atención que lo que está demasiado a la vista.

     Imagino que Él espera, con la fatal paciencia de los siglos, a que algún pasante distraído —recién ingresado, todavía con la ilusión intacta— levante esa carta creyendo que es una notificación más, quizá una multa municipal, un trámite menor. Y que entonces, sin quererlo, active la maquinaria del final.

     Semanas después, claro, todo aparecería en el Boletín Oficial:

"Llamado a concurso abierto para cubrir el cargo de Dios.
Requisitos: disponibilidad horaria, vocación de servicio, tolerancia a la humanidad.
Se valorará experiencia previa en milagros, tormentas o enigmas insolubles."

    Y pienso, cada vez que imagino ese futuro improbable:
qué pereza infinita, qué cósmico desgano debe sentir el pobre hombre para no tramitar ni siquiera su propia jubilación. 

    Pero así es Dios en mi cabeza: un viejo abogado porteño, cansado hasta del infinito. Y yo, que apenas pasaba por ahí, lo entiendo. Porque incluso la divinidad, cuando se mezcla con la burocracia, termina bostezando. 

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