domingo, 30 de noviembre de 2025

Ontología del umbral:



Borges y la superación estética del absurdo 

¿No es, acaso, Borges, un autor que trasciende el nihilismo radical de Camus, e introduce, al menos en la ficción, un acontecimiento que rompe con la repetición de la cotidianidad para invitarnos a lo insospechado y desconocido?

Mientras Albert Camus, en El mito de Sísifo, propone la aceptación del absurdo como única forma de dignidad —la conciencia lúcida de un mundo sin sentido donde la única rebelión posible es persistir sin consuelo—, Borges parece dar un paso más allá. Si Camus nos deja suspendidos en la roca del sinsentido, Borges abre, en cambio, un pliegue en la realidad: una grieta por donde se filtra lo inefable, lo misterioso, lo que excede las coordenadas de la razón. En su universo literario, la repetición del tiempo cotidiano puede ser quebrada por un instante de revelación, por un sueño que encierra otro sueño, o por el hallazgo de un libro infinito.

El gesto borgeano no niega el absurdo, pero lo sublima. En sus relatos, el azar no es mero caos: es una forma de orden secreto, una cifra que el hombre tal vez no comprenda, pero que intuye. Lo infinito, lo circular, lo doble, lo imposible —todos los tópicos recurrentes de su obra— son tentativas de escapar del muro camusiano de la falta de sentido. Borges no busca abolir el misterio, sino afirmarlo como posibilidad. Si Camus acepta el absurdo como límite, Borges lo convierte en un umbral.

El héroe camusiano vive su condena en una repetición sin trascendencia; el personaje borgeano —piénsese en Asterión, en Funes, en el hombre que sueña a otro hombre— habita también en un laberinto, pero ese laberinto está hecho de símbolos. Y en ese tejido simbólico hay una apertura: el acontecimiento inesperado, lo extraordinario que irrumpe en la monotonía y revela la profundidad ontológica del mundo.

Borges no se contenta con el absurdo; lo transforma en poética. Donde Camus ve una roca, Borges ve un espejo. Y en ese espejo, la realidad —esa suma de repeticiones, de gestos y horas— se descompone y se reinventa, mostrándonos que el sentido no se halla fuera del hombre, sino en su capacidad infinita de imaginarlo.

Desde una perspectiva filosófica, podría afirmarse que Borges desplaza el problema del absurdo hacia el terreno de la metafísica del lenguaje. Si Camus mantiene una ontología cerrada —un mundo sin trascendencia, donde el hombre es conciencia arrojada a la indiferencia del cosmos—, Borges insinúa una ontología abierta, en la que el sentido no está dado, pero tampoco ausente: se halla en potencia, latente en la palabra, en la ficción, en el acto mismo de narrar. Su literatura, así, no responde al nihilismo con una afirmación dogmática, sino con una forma de esperanza estética: la posibilidad de que, aun en el vacío, la imaginación humana engendre significación.

En este punto, Borges se revela como un pensador del umbral: no niega el absurdo, pero lo convierte en materia creadora. Y es en esa transfiguración donde su obra, más que refutar a Camus, lo supera, ofreciéndonos un camino alternativo al sinsentido —un camino donde la revelación, el azar y el símbolo restituyen al hombre su vocación de infinito. 

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