domingo, 30 de noviembre de 2025

La música: el idioma de la divinidad


     La música ha acompañado al ser humano desde antes de que existiera el lenguaje articulado. Es, quizá, la primera arquitectura espiritual que construimos: una vibración sostenida en el aire que ordena lo que sentimos, nombra lo innombrable y, a su modo, nos devuelve a un lugar anterior a la palabra. Por eso, cuando hablamos de la importancia de la música en la vida, no hablamos de un simple entretenimiento, sino de un modo de estar en el mundo, una forma de resonancia que nos afina con aquello que, por profundidad o misterio, excede la comprensión.

     Hay quien dice que la música no expresa nada. Que se limita a ser forma y sonido. Pero esa afirmación desconoce su verdadero poder: la música es la experiencia directa de un orden invisible. En cada ritmo hay un pulso que recuerda al latido primordial; en cada melodía hay una línea que asciende y desciende como la respiración cósmica; en cada armonía descansa el secreto de la pluralidad que puede convivir sin conflicto. Escuchar es entrar en contacto con ese orden, y por eso la música nos conmueve incluso cuando no logramos descifrar por qué. Nos toca antes de que pensemos, y a veces pensar estorba.

     Su vínculo con la divinidad no es accidental. Todas las tradiciones espirituales han entendido la música como mediación: el canto sagrado, el mantra, la alabanza, la invocación. La voz humana —ese instrumento que somos— se vuelve puente entre lo alto y lo bajo, entre lo finito y lo eterno. En la música, lo humano se expande: se vuelve orante aun sin palabras, suplicante aun sin dolor, agradecido aun sin pronunciar gratitud. La música opera como un templo móvil donde la divinidad puede manifestarse sin dogma, sin estructura, sin mandato.

     Y más aún: la música parece estar cifrada en la propia materia del universo. Las leyes físicas que rigen el movimiento de las estrellas, la proporción áurea que estructura la vida, la vibración fundamental de toda partícula, todo sugiere una armonía que antecede al oído humano. Pitágoras lo llamó la música de las esferas; la ciencia moderna lo traduce en frecuencias, ondas, patrones. El lenguaje cambia, pero la intuición es la misma: el cosmos es un gran pentagrama, y cada existencia es una nota que participa del conjunto.

     De allí proviene la sensación —tan íntima, tan profunda— de que la música nos ordena por dentro. Nos salva, nos equilibra, nos recuerda quiénes somos cuando el ruido del mundo nos dispersa. Escuchar una obra que nos atraviesa es, en cierto modo, volver a casa: regresar a la matriz vibratoria que sostiene la realidad y que, por un instante, se alinea con nuestro corazón.

     La música es vida porque nos afina; es divina porque nos excede; es cifra del universo porque lo revela sin explicarlo. Quizás, en el fondo, la música sea la forma en que la creación sostiene un diálogo silencioso con cada uno de nosotros. Y basta un acorde para recordarlo.

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